miércoles, 16 de febrero de 2022

La leyenda del Intocable - cuento de Juan Ignacio Arias


 
 
La Leyenda del Intocable cuento de Juan Ignacio Arias
de su libro Cuentos de Milonga y Madrugadas
Shusheta (El Aristocrata) Orq. Angel D'agostino canta Angel Vargas
 
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LA LEYENDA DEL INTOCABLE

Publicado en Lusiardo Tango.Club (abril 30/2015)

Los mayores lo recordaran como un hombre bien vestido, casi siempre con ropas claras, que no aparecía mucho por la milonga, pero que radiaba luz en cada ocasión en que lo veían venir.

Incluso hay quien dice que el «intocable» no era un hombre, sino una mujer de vestidos vaporosos e insondable blancura que, con la misma cualidad etérea de una virgen, prestigiaba cualquier ambiente milonguero solo con caminar unos pasos por la ronda.

No se conoce su nombre ni su procedencia.

Empero siempre hay quien los recuerda y en casi todos los bailongos del mundo, lo que hace que sus apariciones tengan la misma categoría de un mito urbano.

En ese difuso territorio en que se pierden sus datos personales se encuentran también sus señas particulares, con la excepción de una mirada siempre baja y con algún destello, como la última hoja verde de una enredadera pronta a secarse.

Tampoco hay precisión en cuanto a su voz.

Sea como fuera, lo poco que decía impactaba profundamente en quienes lo oyeran.

En lo que todos coinciden es en la imposibilidad cierta y comprobada de toparse con ellos en la ronda.

En las peores y más descontroladas tandas, en aquellas donde hasta a los más expertos les resulta difícil no rozarse con alguien o no recibir un codazo, puntazo o una macula en los bajos del pantalón —que además indica la calidad del que baila siendo la cantidad de manchas inversamente proporcional a la cantidad de tangos que uno ha bailado en su vida—, aquel ser esquivaba y mantenía perfectamente arreglada su apostura repeliendo incluso hasta el polvo residual que algún novato entusiasta elevara a la altura de las rodillas.

Los contadores más exagerados de esta leyenda nos hablan incluso de otra particularidad: Cuando el hombre o la mujer bailaban sus mismos movimientos amansaban cualquier disturbio o posibilidad de choque. Cualidad que se difundía a toda la ronda como el aceite en mar encrespada.

Nuestro periodista de investigación, Henry Sacmer siguió la pista de este esquivo ser de la milonga durante un lapso de tres años, sin muchos datos y tampoco sin muchos resultados.

A continuación brindamos a los lectores los dudosos testimonios que nos hizo llegar.

TESTIMONIOS «VERACES»

Roberto: —Se aparecía siempre, cuando alguna milonga estaba revuelta. Era increíble. Le decíamos Marinero Miguelín porque andaba derecho y sin despeinarse cuando había tempestad de taconazos y codazos. En algún momento dejó de venir porque las rondas cada vez están peor. Miguelín se lo puso el Pequeque. Por un tío que tenía.

Marta N: —Me sacó una vez a bailar pero no recuerdo casi nada.

»Fue como si me hubiera dormido en sus brazos, no tenía conciencia de movimiento ni de la ronda, ni de los otros, solo estaba como hipnotizada por su abrazo. Luego me acompañó a mi mesa. Alguien que pasaba volcó una copa llena de vino manchándonos a todos. Pero a él, no. Fue como si su misma ropa inmaculada repeliera el tinto. Me lo acuerdo patente-patente.


Marcos T: —Habíamos hecho una apuesta con los muchachos. Cuando viniera íbamos a salir todos a la pista, porque se decía que era imposible encajarle un puntazo.

Hasta que apareció pasaron dos meses, pero éramos pacientes y cuando lo vimos venir con su traje blanco avisamos a todos los que conocíamos en la milonga -que eran muchos– para que trataran de sacudirle a la canilla. Creo que fue en la tanda de Firpo que el «intocable» se largó a bailar. Pero aquello parecía Pugliese.

Nos cruzamos, nos chocamos, tratamos de pegarle duro, exactamente en los primeros cinco compases. Después se nos olvidó todo y nos dejamos llevar por la música.

Creo que el tipo ese nos hipnotizó y nos hizo olvidar de todo porque ni siquiera me acuerdo cuando se fue.

Maruca: —Cuando era joven se contaba mucho esa historia y aquella otra, la de la milonguera fantasma que te hacia bailar una milonga y te enloquecías.

Yo nunca lo vi, aunque cada tanto hay uno que cuenta alguna historia. Tengo ahora 70 años, así que es imposible que el mismo tipo siga todavía por las rondas, seguro que es un mito. También oí que su presencia no es buena, sino todo lo contrario, porque cada vez que aparece se muere alguien. Pero son habladurías de los que no bailan.


T: —Oí esa historia en Grecia. Y después en Italia. Creo que no existe. Nadie dura tanto en la ronda sin que le arreen.

Aunque he visto algunas mujeres que me enamoraron, ninguna me conmovió, como dicen que hace «La Madonna». Creo que es un invento de los milongueros viejos para que la gente baile mejor.

Pato: —Era una mujer. Pero una mujer de verdad, nada de virgen. Buena figura, buenas piernas y ese vestido como de otro mundo. La saqué a bailar una sola vez y enseguida me arrepentí porque no le llegaba ni a los talones. Pero ella siguió bailando como si nada. Ahora hasta las más pataduras a veces te dicen que no. O te dicen «gracias» al segundo tango.

Ramiro, un amigo de Pato: —En aquel tiempo no éramos amigos con este, solo conocidos y ya lo tenía entre ojos. Quería encajarle un codazo en medio del bigote o darle de lleno en el tobillo, porque además de mal bailarín y creído se había ido una noche con una piba que le dije que me gustaba, y no le importó. Cuando sacó a bailar a «la virgencita» me le acerqué todo lo que pude. Y dale gancho, sacada y voleo. Nada, che, no hubo forma. No me acercaba ni a medio metro. Con la bronca que tenía se me ocurrió esperarlo a la salida de la milonga para bajarle todos los dientes. En eso veo que la puerta se abre y sale «La virgencita».

Me produjo un sentimiento…

No sé cómo explicarlo, como si al verla irse se fuera algo de mí con ella.

Me animé a decirle: «Quiero verte una vez más».

Ella dijo: «Me veras algún día, pero todavía falta». Por un momento pensé que era la muerte. No sé por qué se me ocurrió. Un poco más tarde salió Pato. Creo que se dio cuenta que yo estaba raro. Al final terminamos la noche tomando cervezas y comiendo pizzas en una panadería cercana. Luego nos enteramos que El Ardiles, que bailó con ella se acostó a dormir después de la milonga y ahí se quedó.

Quizá ella vino a buscarlo para decirle al oído última tanda. O se murió porque entendió que nunca iba a bailar así con nadie más. 

Hasta aquí los testimonios.

La leyenda, lejos de terminarse, sigue viva, entre aquellos que invocan la figura mítica del «intocable» o la «virgencita» para alejar toda la frustración que producen, en alguna noche infausta, los encontronazos, los malos bailarines, los irrespetuosos o la impotencia de no poder bailar con la soltura de un Cristo deslizándose por las aguas tumultuosas del codazo, esquivando la granizada de voleazos traidores. Y también, entre quienes esperan la llegada del mensajero blanco que se los lleve a bailar, para susurrarle al oído las palabras que cierren para siempre su propia milonga.

6 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Muchísimas gracias, por escuchar y leer este nuevo cuenta tango, saludos

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  2. Maravilloso cuento!!! Felicidades a Juan!!!

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    1. Muchisimas gracias, Marce le paso tus felicitaciones a Juan!!!

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  3. Mantiene la atención del relato.Muy bueno.Me encantó

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  4. Me alegro mucho que te haya gustado, abrazo fuerte y gracias por seguir Piantaos por el Tango.

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